¿Por qué decidí educar a mis hijos en casa?
Seguramente muchas de nosotras hemos recibido esta pregunta en más de una ocasión, y sin duda las respuestas pueden ser muy diversas dependiendo de la situación de cada familia. Algunas hablarán de la flexibilidad, otras de la calidad académica, algunas del ambiente seguro que se procura en el hogar… pero, al reflexionar con calma, me encontré con una verdad mucho más profunda que trasciende todas esas razones.
Meditando en la dignidad y el honor que delante de Dios representa la maternidad, descubrí que esta vocación
no es un simple rol pasajero, sino un oficio eterno y trascendental. Y al buscar la perspectiva bíblica sobre este llamado, hallé una maravillosa conclusión que no solo resume la importancia de la maternidad, sino que también responde de manera contundente a tan célebre pregunta.
«Considera el cargo de una madre:
Una criatura inmortal;
el deber de una madre:
Formarlo para Dios, el cielo y la eternidad;
la dignidad de una madre:
Educar a la familia del Creador Todopoderoso del universo;
la dificultad de una madre:
Levantar a una criatura caída, pecaminosa, a la santidad y la virtud;
el aliento de una madre:
La promesa de la gracia divina para ayudarla en sus deberes trascendentales;
el alivio de una madre:
Llevar la carga de sus preocupaciones a Dios en oración;
y la esperanza de una madre:
Encontrarse con su hijo en la gloria eterna y pasar siglos eternos de deleite con él delante del trono de Dios y del Cordero.»
Este extracto no solo describe la tarea de la madre, sino que la coloca en su justa dimensión: Una labor de valor eterno, imposible de llevar adelante sin la gracia de Dios.
No se trata únicamente de instruir en letras y números, sino de formar corazones para la eternidad, de acompañar a nuestros hijos en el camino hacia la verdad, la virtud y la fe en Cristo. Por eso, más allá de cualquier ventaja terrenal o beneficio temporal, decidí asumir la responsabilidad de la crianza y educación de mis hijos en casa.
No porque sea el camino más fácil, sino porque estoy convencida de que es una misión sagrada que el Señor me ha confiado, y que solo con su ayuda puedo cumplir.
Así, cada día se convierte en una oportunidad para discipularlos, amarles con paciencia, enseñarles con ejemplo, y orar junto a ellos para que sus vidas glorifiquen al Señor. Y en medio de esta tarea, descanso en la promesa
de que Aquel que me encomendó este oficio me dará la gracia suficiente para perseverar hasta el final.
